Apago el celular con un estudiado movimiento. Me revuelvo en las frazadas, hasta que regresa el calor y la voluntad de levantarse. Me visto apresuradamente, mientras dejo el celular sobre la mesa de la computadora y la enciendo.
Desayuno. Casi siempre, pan con manteca y azúcar. Café, inevitable.
Los minutos están contados; los segundos son pixels en el monitor, que exploro rápidamente por noticias y novedades, antes de terminar de vestirme, colocar todo lo que necesito en mi bolso, y salir.
El motor de la camioneta de la panadería ronronea, con voz desgastada. Es un reloj más preciso que el átomo. Cruzo la calle cuando sale del garaje, escudándome de los vehículos que vienen por ese carril. Camino rápidamente hacia la parada, porque veo el colectivo en la lejanía.
Me siento; no son tantos los pasajeros. Una colegiala aquí, un trabajador allá. Una rubia que sube, muy bien vestida, en la misma parada que media docena de trabajadores de la construcción. Posiblemente profesional; nunca se sienta en los asientos únicos, sino en los dobles, pero no conoce a nadie. Los colegiales se pierden en discusiones absurdas en las que entreveo miles de conflictos serios y estúpidos. Cada tanto, se extraña algo que no puede ser identificado, o hay algo nuevo que no puede ser ubicado.
Llego a la puerta trasera con el tiempo justo de tocar el timbre. Bajo y camino con el viento en contra, afilado y demoledor. Chequeo el reloj. 0717, dice el 95% de las veces. Las otras, un minuto más, un minuto menos.
Discurren las cuadras como cartas de un mazo, ordenadas por un burocrático dios. Las pausas para dejarlas sobre la mesa se asemejan a los cortes del semáforo, que conozco de memoria. Podría caminarlas con los ojos vendados, con poco o ningún riesgo. Cada tanto, alguna percepción, que tal vez invento, me hace cambiar de vereda, o acelerar el paso, preocupado por una sombra, un vehículo más rápido de lo pensado o cualquier otra cosa. Temo que el tiempo infinito me devore, si bajo la guardia y cierro los ojos por demasiado tiempo.
Tomo unos minutos frente en la plaza, sentado en la misma banca, en el mismo lugar de la misma banca. Tal vez repito las mismas palabras en mi mente, pero no puedo comparar lo que no sé si es diferente. Reviso el reloj; he obtenido, recuperado o tal vez nunca perdido, la capacidad de calcular con gran precisión el tiempo que he utilizado realizando una tarea. Luego vuelvo a mezclar el mazo de cuadras, viendo que siguen ordenadas de la misma manera.
Esquivo las raíces de los gigantescos árboles, las ramas que intentan quitarme los ojos e incluso el cable perdido que cuelga de una abandonada instalación eléctrica. Acaso es un baile, acaso un absurdo deporte de memoria y precisión. Cuando he intentado cambiarlo, han ocurrido desastres.
Llego. Marco tarjeta. Es un día, como el de ayer o el de un futuro impreciso. Temo que si cierro demasiado los ojos, el infinito me devore, y amanezca en un día que no me corresponde, pero sea igual que cualquiera de los demás.
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