-Te lo digo ahora porque ya no importa si me creés o no. Estoy acá en este asilo, me voy a morir pronto, y no me duele que me crean asesino o loco. Pronto me voy a ir, pero no puedo dejar que mi propio nieto siga en el mundo sin saber lo que le espera...
José calculó cada palabra que pensaba decir. Nunca había sido un hombre emocional; muy por el contrario, era analítico hasta los huesos. De manera que los argumentos que su abuelo le había dado eran contradictorios. Por un lado, una relación lógica, creíble y verificable de tragedias familiares. Por el otro lado, voces en un sueño.
-Abuelo, lo del primo fue un accidente...
-No importa si es un accidente o no, ¿entendés? Él iba manejando, y el único que murió fue su viejo... ¿no entendés? Aunque no lo hiciera a propósito, él lo mató. Es la maldición.
El hombre estaba llorando, y José se acercó más para calmarlo. Había tenido un infarto unos meses atrás, y había vuelto de milagro.
-Toda mi vida... toda mi vida escondí lo que pasó ese día. La familia lo tapó todo, y la policía también, porque teníamos amistades...
-Abuelo, esto no te hace bien...
-Lo que no hace bien es guardar esos secretos, m’ijo, eso es lo que hace mal. Yo maté a mi hermano, ¿entendés? Mi hermano, el caradura, el vividor... mi viejo y yo laburábamos como negros y él con su gran vida, el muy vago... de mina en mina, de fiesta en fiesta, nunca trabajó. Yo cada día lo odiaba más, imaginate... Mi viejo lo quería encarrilar, decía que había que tenerle paciencia. Pero no, cada vez andaba peor, con cada yunta que mamma mía... Y un día tuvieron una discusión terrible. Lo vi que el muy guacho buscaba la escopeta... no lo pude parar. Lo mató al viejo. Todavía me acuerdo... y después me quiso matar a mí, pero no, yo ya estaba prevenido... Fui y le tiré un puntazo con un cuchillo de la cocina, y ni llegó a tirar de nuevo.
José quedó hecho de piedra. Toda su vida, aquel incidente tan trágico de su familia había sido callado, silenciado y borrado sistemáticamente. Era un tabú gigantesco, algo que hacía que las abuelas le pegaran a los nietitos que preguntaban demasiado. Ni él ni sus primos preguntaron de nuevo.
-Fue un horror... pero fue la maldición también. El hijo mata al padre... Siempre. Yo zafé, pero la ligó Estelita, mi pobre Estelita... Siempre me decía mi viejo que yo tenía más suerte que Dios...
El abuelo se calló un buen rato, y José lo calmó como pudo. Realmente eran muchas coincidencias. El abuelo fue policía y una de sus hijas, jugando con un arma, casi lo había matado. La bala rebotó y por una casualidad mató a su abuela. La pobre abuela... y la pobre tía Romina, que se había suicidado, de más grande, sin poder superar todo el drama.
Y la familia, otra vez, tapando todo.
-Mi abuelo vino de Valencia, ¿sabés? Vino y se trajo la maldición. Eso me dijo la voz. Y es verdad, porque toda la familia a partir de él sufrió esta desgracia. No sé como carajo se la agarró, o quien se la pasó a él. No sé. Hay que hacer algo.
-Pero, ¿qué? Abuelo, la verdad, no sé qué decirte...
-Tenés que buscar al resto de la familia, José. A todos les va a terminar pasando lo mismo. Mirá a tu primo. De chico o de grande, el hijo mata al padre... Es así... no importa si es un accidente o un asesinato... el hijo mata al padre...
El abuelo se enredó repitiendo lo mismo una y otra vez, y ya no le pudo sacar otra palabra.
Manuel, pintor. Artista a pesar de las protestas de su madre, que quería que fuera contador. Flavia, su hermana, había recibido de esa misma mujer la instrucción irrevocable de dedicarse a los números. Un poco más maleable, ella había aceptado. Eso sí, luego también se había revelado y huido del nido materno.
Los dos miraron a José sin mucho ánimo. Pero no por dudar de él. Eso fue lo que lo espantó. No tuvo que convencerlos; ellos le creían.
-Yo... no lo podía entender. Nunca había soñado así en mi vida, José. Y viste que tengo memoria fotográfica... Mirá, todos estos cuadros los pinté recordando ese sueño. Me habló una mujer, muy linda. Ahí está. Y el otro día vino mi abuela y me dijo “cómo la pintaste de linda a la tía Alberta...”. Pero yo no conocía a esa mujer. Me hice el tonto y pedí fotos, porque no lo podía creer. Y era ella.
Manuel y Flavia eran primos de José, por parte del segundo hermano de su abuelo, que no había participado de aquella tragedia familiar por estar peleando de voluntario en la Guerra Civil Española.
La joven estaba muy callada.
Manuel explicó.
-Yo insistí en el tema, y averigüé la historia. Me costó tiempo porque vi que era algo difícil de contar, y mi abuela no está muy joven que digamos, ¿viste? Revisé el asunto con otras fuentes, también. Resulta que la tía Alberta, que era tía de mi abuela, fue la que se casó última. Todo muy bien, decían que era la más linda de las tres hermanas, y ellas estaban de acuerdo. Quedó embarazada, pero murió en el parto. Tuvo una nena, y la crió el padre, que después se volvió a casar. Por ese lado también tenemos familia.
Flavia seguía sin decir nada.
-Ella empezó a tener pesadillas, y yo seguí soñando con la tía Alberta. La pobre quería ser pintora como yo, pero en esa época... bueno, se entiende. Vos nos contaste lo tuyo, pero nosotros averiguamos algo más. No es solamente el hijo el que mata al padre... las hijas matan a las madres. En toda generación de la familia hay, por lo menos, un asesinato, un accidente, algo... algo muy feo.
Flavia empezó a llorar.
José, analítico, concluyó:
-Entonces zafamos. Con lo de Pedro...
-No. Ese es el tema. Dije “por lo menos”. La tía Alberta me tiró muchas pistas, y entre los dos las fuimos armando.
José se quedó, nuevamente, de piedra. Su padre había muerto por una enfermedad, nada achacable a un tercero. Él era hijo único.
Entonces pensó en Flavia, que estaba tratando de hablar mientras lloraba.
-¡¿Y si mato a mamá?! ¡No, no puede ser! ¡Yo no puedo vivir así!
Nada estaba escrito. Todo era incierto. Le podía tocar a cualquiera. Hoy, mañana, pasado... Pobre Flavia. Manuel estaba a salvo, porque su padre era de otra familia. Pero aunque fuera así, uno nunca estaba seguro... no del todo.
Gimena estaba esperándolo con la comida hecha, como siempre. Pero había algo raro. Sonreía demasiado.
La interrogó, cansado, y se dio cuenta de que ella esperaba más entusiasmo de su parte. Finalmente, sin anestesia, le dijo aquellas palabras tan felices... tan funestas...
-Mi amor, estoy embarazada...
A partir de ahora comienzo a serializar este relato que forma la espina dorsal del juego, como ejemplo de lo que narrativamente quiero crear, y de las posibilidades que quiero darle a los jugadores. Más Maldición de sangre, mes a mes.
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