La mujer adormecía al bebé a base de palabras mal pronunciadas y fragmentos de canciones de cuna. Su vestido, lleno de volados y sombras del blanco, se fundían con el pequeño bulto que crecía en sus manos, en el cual sus ojos se hundían hasta lo profundo.
Flavia recuperó sus recuerdos y buscó a su hermano y a su primo. Estaba un poco más atrás, de pie junto a una puerta cerrada. Cuando la vieron, se acercaron. La mujer reparó en ellos y levantó los ojos, mostrando una sonrisa de satisfacción.
-Vinieron… qué lindo… Mirá, mi amor, te vinieron a visitar…
Sorprendida por las dulces palabras, Flavia distinguió los gestos y giros de la mujer que había aferrado su mano luego de morir en el parto.
José se quedó a un lado, conmovido por una experiencia que nunca había tenido. Manuel, recordando el sueño anterior, comprendió que estaba pasando de nuevo, pero sintió algo diferente…
Su hermana, mientras tanto, se acercaba despacio a la mujer, sentada en la silla mecedora.
-Sí… vinimos, como me dijiste. Tu medallón… -Flavia vio que lo tenía en la mano, y que la mujer tenía el cuello desnudo-. Muchas gracias. Es hermoso.
-¿Viste? Me lo regaló mi marido… es tan bueno… va ser un excelente papá, aunque tiene miedo… Su mamá no me quiere mucho, pero ahora que le di una nietita tan linda, me va a tratar mejor, ¿cierto, mi amor? –le dirigió las últimas palabras a la beba-. Mirá que hermosa que está… ¿la querés cargar?
Sin saber qué más hacer o decir, asintió levemente. Quería preguntar algunas cosas, pero no sabía como. No comprendía como aquella mujer podía ser la misma de la otra vez…
Mientras se acercaba con pasos cortos, pensó en cómo armar una frase. Si lograba acercarse a ella, quien la reconocía de otro sueño, y se ganaba tanta confianza como para cargar a su beba, tal vez pudiera obtener algo más…
La mujer alargó los brazos, con mirada perdida. Flavia bajó la mirada para ver a la beba, mientras se congelaba ante la visión de un bebé sin rostro que se agitaba, incómodo.
-¿Qué pasa? –dijo la madre, mientras la puerta cerrada se abría de un golpe.
José y Manuel se apartaron, claramente asustados. Una mujer mayor entró, y le quitó la beba a la madre. Ella trató de retenerla, pero sus manos atravesaban tanto a la niña como a la ladrona. La silla cayó a un costado, igual que la madre. Flavia intentó detenerla, pero era demasiado tarde.
-No… mi bebé… de nuevo no…
La mujer mayor ni los había visto. Sus gestos habían sido mecánicos, pero había en ellos un rastro de odio.
-Mi bebé… -la joven seguía llorando en el suelo. Flavia se sentó junto a ella y la abrazó. Manuel y José intentaban abrir la puerta, en vano.
La mujer de pronto miró a los ojos a Flavia y con el rostro golpeado de lágrimas, le dijo:
-Es ella, es ella… me quitó a mi nena… Maldita… yo me muero y ella la cría…
-Tranquila, tranquila… -era todo lo que podía repetir.
Flavia sacó el medallón, pensando en usarlo para volver a hablar del tema.
-Muchas gracias por dármelo. Cuando lo use me voy a acordar de vos.
-Mi medallón… mi marido… mi nena… Me lo quitó todo. Todo es culpa de la maldición… -la madre cerró los ojos y acarició el trozo de plata-. Hay que usarlos… para hablar con los demás. Yo no sé nada… Pero hay muchos que sí, sí, muchos que saben qué hacer. Hay que usarlos para hablar con los demás. Preguntales a ellos, porque si no te va a pasar lo mismo… y yo no quiero que te pase lo mismo, ¿entendés?
Las lágrimas de las dos mujeres se extendían sobre el suelo blanco como una negra sombra, que tomó la forma de una nueva visión. En ella, José y Manuel pudieron ver un funeral de principios del siglo XX, en el que una gran familia lloraba un pequeño ataúd y la mujer mayor, escoltada su esposo y su hijo, cargaban a una beba regordeta, colorada como un tomate.
-Claro que te entiendo. No sabés como te lo agradezco… te juro que vamos a hacer todo lo que se pueda, querida, quedate tranquila…
-Gracias, gracias… la quiero mucho a mi bebé… la quiero mucho…
La mujer expiró en sus brazos, como si muriera de tristeza en lugar de parto.
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