Despierto en la pieza de mis padres. El piso de madera de mi pieza está siendo desmantelado y vuelto a pegar, y la pieza de las computadoras también es la de las bibliotecas, las mesas llenas de ropa de la mudanza de placares y todo lo demás. No ha quedado otra opción.
La casa está patas para arriba y mis padres también. Mi vieja despierta enferma, aparentemente una alergia. Como ayer, los encargados del piso trabajan con brea caliente en una mañana de 35º o más. El primer piso de la casa está sucio, desordenado y varias cosas más.
Hacia el mediodía estoy por ir a comprar el siguiente tomo de la Biblioteca Clarín de Batman. Pero me llama Carlos y me invita a conversar a su casa, con algunos de sus alumnos de la Asociación. Voy sin pensarlo; la verdad es que estoy esquivando el aburrimiento tanto como el calor. Ayer pasé dos horas ordenando y limpiando monedas antiguas.
No nos quedamos mucho, pero charlamos de todo. La verdad es que sigo disfrutando de las conversaciones entre creativos.
Para las tres y algo estoy de nuevo en casa. Mis padres están insufribles. Histéricos, casi diría. Quiero comer en paz pero no puedo. El calor se derrite sobre todo.
Duermo algo en el colchón que está en el piso de su pieza. A eso de las cinco me despierto y recuerdo que tengo que ir al kiosco, pero en cambio me engancho con una serie de detectives en la tele, mientras meriendo jugo y algunas galletitas dulces. El calor es una sustancia que ha reemplazado al aire.
Finalmente compro el quinto tomo de la biblioteca. La experiencia de hacer cuatro cuadras de ida y cuatro cuadras de vuelta es similar a un maratón. De nuevo en casa, me cambio y me tiro de cabeza al agua, girando en el aire como un chico. Hace muchos meses, tal vez años, que no tengo tantas ganas de meterme a la pileta.
Mucho menos agotado, me voy cuando una nube planea un duelo con el sol. Leo algo de Círculo Mortal y noto que me gusta más el dibujo, ha mejorado bastante desde lo que vi en Año Dos. Al poner de nuevo el folio en el libro, lo rompo, pero solo me doy cuenta media hora más tarde. Mi sentido de la prolijidad me insulta: ahora tendré que emparchar el folio con una tosca combinación de nylon y cinta adhesiva.
Mientras critico mi brutalidad al tratar aquel accesorio, escucho que mi padre está por regalar uno de nuestros gatos de pocos meses a los muchachos que están reparando el piso de madera (más precisamente al hijo del encargado, que estará en sus veintes). Hace una hora mi viejo estaba diciendo cómo le gustaba ese gato, blanco, asustadizo, algo enano, tremendamente inquieto pero jugueton y amable. Se la pasa jugando con su "primo", el gato negro de mi otra gata, que tiene solo un mes más de edad pero es un tercio más grande. Son casi hermanos, me digo; incluso duermen uno sobre el otro en este calor de condenados. El negro se llama Otelo, pero el blanco, que mi padre planea regalar, nunca recibió nombre, porque demoramos demasiado el asunto. A esta altura me parece una crueldad separarlos. Pero mis viejos están totalmente histéricos a causa del calor, la suciedad y la demora de la reparación, el desorden, el hecho de que el trabajo parecen no terminar nunca. Prefiero no hacer un escándalo. Cuando mi padre se va, paso unos últimos minutos con ese pequeño trozo de blanca alegía peluda. Se deja acariciar, peleamos cariñosamente con manos y garras; incluso me mordisquea un dedo. Sin saberlo, se despide de mí dándome esos gestos que adoro en los gatos y que Otelo a veces no me prodiga.
Nadando en el calor, miro la pileta en el horizonte, el verde de la enredadera de zapallos, el pasto demasiado crecido, la pared de ladrillos colorados, el tapial que ya nunca saltará. Decido no ahogarme más.
De nuevo en la pieza, acostado en el colchón, escucho la alegría del muchacho cuando recibe el gato y recuerda que tenía uno muy similar hace tiempo. Parece buena gente y su entusiasmo me anima. También estamos contentos porque han hecho un excelente trabajo con el piso, han sido prolijos, han limpiado todo, han llegado a horario. Ya solo por eso se merecen un agradecimiento.
Harto de la histeria de mis padres, empiezo a comer solo. En la cena dejamos de pelear, todo se disipa. El día está un poco más fresco y el drama del piso terminó.
Mientras escribo esto, recuerdo que encontré 5 centavos frente a la farmacia, cuando fui a comprar tarjetas de colectivo para ir a la casa de Carlos. De no haber sido por que él me llamó, no los hubiera encontrado. Hace algo así como una década que no encuentro dinero en el suelo, tal vez más. Frente a esa misma farmacia, cuando era niño, encontré un rollo de billetes que nadie podía reclamar.
No tengo ya esa moneda; se la dí, junto a otras, a un señor con VIH que pedía dinero en el colectivo. La salud pública les dá los cócteles de drogas, pero no consiguen trabajo y algunos tienen hijos. Me queda la duda de si ese hombre no ha usado por demasiado tiempo la excusa de los pañales, pero 20 centavos no matan a nadie. Recuerdo la frase "has el bien sin mirar a quién". Ahora mismo la relaciono con el regalar el gato, aunque regalar vida es algo muy diferente a regalar dinero.
Bajo una capa de cuatro plantas, Tomasa (la madre de Otelo) tiene sus últimas dos crías. Una es atigrada, como ella; otra es gris. El mismo esquema genético que antes, pero ahora sin un Otelo.
Cerati dice "todos tenemos una doble vida" en el parlante. Recuerdo que le dije a mi madre que alquilaríamos una película para ver esta noche. Supongo que iremos en unos minutos, a no ser que, como la otra vez, los dos videoclubs cercanos estén cerrados.
Mañana hay que meter de nuevo todo en la habitación: camas, colchones, la ropa en el ropero, una silla, la mesa de luz y varias cosas más. Y limpiar. Y limpiar más. Y transpirar, tal vez, si es que la lluvia prometida no refresca.
No sé qué voy a hacer. Tal vez consolar a Otelo, que ha perdido su familia. Tomasa todavía lo espanta, supongo que por el tema de instinto maternal. Pero él ya se enseñorea con esos ojos ambar. Es la personificación de la Esfinge y de todo lo felino. Sin duda sería un dios en el Antiguo Egipto.
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1 comentario:
y trabajar?
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