Lágrimas Nocturnas (preludio parte 1)


-Todavía no alcanza –dijo Laura frente a las hojas de papel, furiosamente garabateadas, tachadas, borroneadas. No había nadie más en el cuarto. Los números seguían sin tener el sentido que ella quería. Apoyó la frente en su mano, el codo sosteniendo las hojas en su lugar. En la mano derecha el lápiz bailaba.

Afuera el sol estaba terminando de caer. Ella tenía sueño. Había estado despierta todo el día, dando vueltas y vueltas. Estaba devastada, más emocional que físicamente. Se dio cuenta de que tenía frío, y que debía abrigarse para poder salir. Necesitaba aire, caminar...

Lo hizo por horas, como siempre, recorriendo calles perdidas, metiéndose en callejones oscuros. En su ensimismamiento, casi no miraba al cruzar. El empedrado de las calles golpeaba sus zapatillas; lo reemplazaban luego las baldosas rotas o los huecos en la vereda. Luego venía el profundo asfalto, como un río congelado fuera de todo tiempo y espacio.

Y a pesar de todo, sus pensamientos terminaban en otra parte. No quería pensar en los números. Quería pensar en ella, en Enrique, en... no sé. No sé lo que quiero... Ya ni sé cómo me siento, con tantas cosas dando vueltas... El trabajo, ahora encima me piden que trabaje también los viernes, y los feriados... y ya no me gusta ese lugar, estaba bueno al principio, pero ahora... no sé. Siempre termino en la misma...

Esa era la misma baldosa de siempre. En la que se había parado ya miles de veces para mirar la casa, sin acercarse demasiado a ella, y sin que él la viera. Casi había una marca en el suelo del tamaño de su pie.

Pero no era por eso que se había detenido. Eran las voces. Estaban cerca, detrás de los árboles, y podía escucharlas por sobre el murmullo del río lamiendo la madera de los muelles podridos. Eran tres, y bastante jóvenes.

No podían verla, pero de todas maneras ella no era el objetivo. Se dio cuenta inmediatamente, cuando el hombre gordo apareció, abandonando un círculo de luz y metiéndose en la semipenumbra que lo separaba del siguiente. Miró hacia la calle, tal vez pensando en cruzar. Ese fue su primer error.

Laura se movió rápidamente. Los arbustos la esconderían, pero acercarse a ellos implicaba pisar y rozar las ramas bajas, llamando la atención. En cambio, se agachó, acercándose a un contenedor de basura que alguien había subido a la vereda.

El hombre gordo forcejeó y revoleó su maletín, que era el botín esperado de los ladrones. Uno de ellos sacó una navaja; el sonido cortó los oídos de Laura como si fuera una espada. Se dio cuenta de que estaba ansiosa, con el corazón acelerado, como si le estuvieran robando a ella. No pudo ni siquiera pensar en tranquilizarse. Todo pasó demasiado rápido.

Uno de los ladrones cometió el error de no rodear al hombre. Los tres habían actuado de manera descoordinada, saliendo detrás del mismo árbol y estorbándose entre sí. El gordo era demasiado tonto como para darse cuenta de esto, pero lo explotó instintivamente. Un pequeño tubo salió de su bolsillo derecho. Uno de los ladrones se había apartado para esquivar el maletín; lo vio y solo atinó a alejarse más. El resto reaccionó de manera diferente, y Laura escuchó una pequeña detonación. No hizo falta más, y los tres salieron corriendo hacia el contenedor, pasándolo de largo a los pocos segundos.

Ella pensó que todo quedaría allí, pero el gordo era todavía más tonto. Envalentonado, dio varios pasos, sudando por el calor de la noche primaveral y por la tensión. Intentó apuntar a uno de los ladrones en fuga, mientras avanzaba lenta e imprecisamente. Disparó una vez, con una puntería muy mala. Pasó el contenedor, con la vista perdida en la lejanía. Los ladrones eran ya invisibles.

Era demasiado fácil. En medio segundo, mientras el gordo avanzaba hacia ella sin saberlo, Laura sopesó las alternativas. Necesitaba el dinero, pero... ¿esto no era algo malo? Se sintió segura de poder hacerlo, y tal vez eso fue lo que la llevó a dar el primer paso, sin pensar en nada más. Rodeó el contenedor, salió por detrás del gordo y se lanzó a su cuello.

No se tomó mucho tiempo. Tenía un poco de sed, es cierto, y lo descubrió cuando se lamió los labios. Hacía una semana que no bebía. Y tal vez eso también pesaba en su mente cuando decidió salir a caminar frenéticamente. La sed roja.

Miró hacia todas partes. La zona estaba desierta, pero en los edificios linderos alguien podía estar observando, o llamando a la policía. Miró al gordo, tirado en el suelo, boca abajo, con el maletín a un costado y el pequeño revólver en la mano derecha. No lo pensó demasiado; ya había hecho la mitad más peligrosa.

Lo más raro de todo fue que nunca supo lo que tenía el maletín. Lo llevó rápidamente a su departamento de dos ambientes, como a cincuenta cuadras de ahí. A veces corrió; otras veces perdió tiempo en vidrieras. Encontró, acá y allá, patrullas de la policía, pero ninguna la vio por más de dos segundos, y el maletín estaba bien escondido dentro de su campera negra. Pensó que así vestida era la ladrona perfecta, y solamente su cara pálida resaltaba en la oscuridad.

Lo puso sobre la mesa y lo miró. Tenía cerraduras de seguridad, bastante fuertes por lo que se veía. Eso y el revólver la hicieron dudar. Había visto a cuatro estúpidos hacer el peor trabajo, porque ni los ladrones ni el posible delincuente habían logrado sus objetivos, ni habían estado cerca.

Jugueteó con las cerraduras el resto de la noche, sin decidirse seriamente a abrirlas o no. Y finalmente, cansada, se acostó, poniendo el maletín bajo la cama. Y soñó con la casa, la que siempre estaba a una calle y cuarenta baldosas de distancia desde esa baldosa que casi tenía su nombre.

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