Después de mucho, mucho trajinar, logré conseguir el nº 20 de las obras completas de Borges que está sacando el diario La Nación. Supuestamente es el último número, pero por las malditas trabas a las importaciones (los libros están impresos el remoto y enemigo país de Uruguay), se saltearon los tres números anteriores. Igualmente parece que eventualmente llegarán a los kioskos.
Me llevé a casa el preciado botín un sábado por la mañana. Comenté en alguna ocasión que es una costumbre mía el revisar rápidamente los libros que compra, para ver si debo reclamar alguna mala impresión (de tanto comprar libros, me han tocado libros con saltos de página, hojas al revés, etc.). Y aunque no podía reclamar hasta el lunes siguiente, quería saber si haría falta.
Cuando una costumbre, no, mejor dicho un tick, se hace conciente, es por algo. De pronto me encuentro con que este rayo de conciencia se convierte en una premonición. Al quitarle el envoltorio de nylon, descubro que las páginas están al revés. Es decir, que tengo que poner el libro de cabeza para poder leerlo al derecho.
¿Reclamar el libro? No, lo compré en un kiosko y ni hablar de factura o ticket. Por otra parte, ¿para qué? Tengo ya libros intonsos, libros con saltos de páginas, libros en idiomas que no puedo leer y alguna que otra exquisitez más. Conté las páginas, revisé que estuvieran todas y sin saltos, y decidí quedármelo.
No es más que una ironía cósmica; tener estos libros es como recibir un hijo algo bizco, una hija que sesea o cualquier otra cosa similar. Uno los ama como son; tal vez los ama más porque estos defectos son hasta entrañables.
Así que si están por Rosario y me ven leyendo un libro donde Borges está de cabeza, ese soy yo.
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