A donde nos vamos cuando nos vamos


Mientras los días pasan, uno descubre cosas nuevas.

En más de una oportunidad me quedé unos minutos en su habitación, pensando en recoger algo inmaterial. Algo que hubiera quedado ahí, algo que me trajera tristeza o alguna sensación, cualquiera. Pero no había nada.

En Maldición de Sangre y en una novela (todavía) no publicada, analicé la cuestión de lo que queda en los objetos que fueron de otros; particularmente de los seres queridos. Claro que el primero, siendo un prototipo de juego de rol, no tiene la profundidad de la segunda. Me siento completamente identificado con esa búsqueda, con ese tema de buscar el pasado en lo que ha perdurado. Siempre me ha gustado coleccionar objetos de parientes que se han ido, como una forma de conectarme con mi pasado, con lo que fue antes de que yo fuera.

Y sin embargo, ahora que intento experimentar esa sensación, justo cuando pensaba que iba a golpearme, no encontré nada. Solamente aire y una pieza llena de cosas.

Por motivos que no vienen al caso, debemos desocupar la casa que era suya, y que fue nuestra. La casa en la que viví, corrí, sangré, me agité y comí durante 30 años. La casa donde festejábamos nuestras fiestas de fin de año y Navidad con decenas de familiares; donde me escondía y perseguía a los gatos, donde me caía y me levantaba. En fin, donde viví.

La separación de las dos propiedades implica cambios que se suman a los anteriores, a los de hace varios años. Hay que pensar en entrar por otra puerta, en dejar atrás la pileta y el jardín que siempre nos traía a mal traer con la hierba, que crecía demasiado rápido.

El otro día veía, sobre el techo, el primer zapallo de la temporada. La planta, que demoró en arrancar, está creciendo como todos los años. Un ciclo de vida y muerte que siempre me atrajo y me sirvió de metáfora; tal vez de preparación. En definitiva, más allá del ahorro y de un cierto, pequeño y vano orgullo, es lo mismo comer el zapallo del patio que el que compramos en el mercado. A mí me hacía crecer el trabajo diario de cuidarla, de verla, de atajar los zarcillos descarriados y corregir las guías que iban para cualquier parte. En esa arquitectura vegetal, lenta y continua, veía algo precioso, que se va, pero que tampoco me da dolor. Voy a seguir corrigiéndola hasta el último día, porque la meta está en el camino.

Ese día, comprendiendo que también desaparecería la escalera interna que comunicaba ambas casas, dediqué un rato a bajar cual Batman de los 60s, deslizándome por el tubo que sustenta la última parte de los escalones. Van a desmontarla, así que, qué diablos. Hago ese truco desde hace rato (y sí, con 30 años lo hago cuando tengo prisa por bajar). Y tampoco así me surgió tristeza. Más bien recordé las muchas veces que asusté a mi madre. O anécdotas de Navidad, cuando me escondía debajo de la escalera siendo muy pequeño, y nadie me encontraba.

¿Por qué?, me pregunté. ¿Por qué no sale la tristeza? Ciertamente no la buscaba, pero me intrigaba su ausencia. Recordé entonces el ciruelo que solía trepar para sentarme a leer en el aire. Hace años que quedó en una parte de la casa que se vendió, época para la cual ya estaba medio seco y en decadencia. También recordé el paraíso gigantesco que jalonaba la entrada, que cubría con su sombra una casa de dos plantas. A él le dediqué el primer poema del que tengo registro, cuando tuvieron que quitarlos a todos para ampliar la calle, cuando los colectivos todavía eran los viejos y trompudos Mercedes.

Y entonces me di cuenta de que todo aquello había tenido un significado muy, muy importante. Leer arriba de un árbol en el fondo de la casa tal vez me hizo un poco más solitario, pero me arrojó a los inmortales jardines de la literatura, de donde nadie podrá arrancarme jamás. Aproveché cada segundo con ese árbol. Lo mismo pasó con el otro; no recuerdo verlo caer, pero significó el replanteo de muchas cosas para un niño tan pequeño, ver un cambio tan grande en su vida y poder expresarlo en algo más que una lágrima.

Lo cual me hizo pensar que, al final, la historia que comenzaron mis abuelos no terminó nada mal. Y todavía continúa, lo cual es mejor.

Durante dos tardes seguidas nos dedicamos a quemar grandes cantidades de cosas inútiles, principalmente papeles. De nuevo, no había una sensación de pérdida, pero tampoco una frialdad fingida. Descubrir cosas perdidas que son útiles, o deshacerse del exceso de equipaje: las dos cosas son positivas. Uno no puede vivir de los recuerdos, ni tampoco guardando pilas de diarios viejos.

Así, silenciosamente, con calor, despacio, se fue la primera semana sin él, la primera semana de muchos, innumerables cambios. No me arrepiento de nada, y lo que se fue, lo hizo quedándose dentro mío, y no en un objeto. Ese descubrimiento repetido es todo lo que necesito.

En fin, ahora me voy a tomar mate a la casa de una vecina que me resulta una abuela postiza. Tradición que no hemos roto nunca, desde que tengo memoria.

1 comentario:

Damián dijo...

El dolor de perder a alguien en realidad no viene del pasado, sino del futuro.

Los recuerdos nos pueden dar nostalgia, pero en general nos hacen recordar momentos felices, importantes, poderosos...

La tristeza viene cuando nos enfrentamos ya no a lo que fue, sino a lo que ya no será.

Mi papá lo llama el "nunca más". Cuando murió su madre, lo que más le dolían eran esos "nunca más me hará de comer", "nunca más me regañará por haber hecho algo mal", "nunca más la voy a poder abrazar"...

Sobre todo porque fue una muerte muy repentina, y de golpe se quedó sin madre. :(

Los recuerdos y cosas del pasado suelen ser importantes, y nos pueden desencadenar muchos sentimientos. La cosa es darles su justo valor, como símbolos y no como sustitutos.