Segunda y tercera semana de trabajo


Hay un sentimiento de desapego, de doble identidad, de abandono. Ya no hay vértigo; la transformación es sencilla, gradual, medida, casi coordinada entre mente, cuerpo y alma. Me despierto sin ansiedad y sin pasión; hago las cosas con tiempo, contando los minutos lentamente. Después está la aventura del viaje en colectivo: algo que he aprendido a gozar, porque el dolor no está en el viaje, sino en el descenso, en la confrontación de la realidad.

Entonces vienen las pocas cuadras en las que tiene lugar la metamorfosis. Así como las llamadas que realizo diariamente, todo está estudiado, todo es imitado, estandarizado. Los problemas son más o menos siempre los mismos, aunque sigo aprendiendo y encontrando cosas nuevas acá y allá. Más relajado, estoy venciendo mi ansiedad típica, mi aceleración por hacer cosas. Hay temas que tardan.

Aunque no es así, el almuerzo divide mi día laboral en dos mitades, y trato de engañarme pensando que ya pasó mucho tiempo, que pronto estaré de nuevo en otra parte. Después viene el descanso, porque a esa hora no hay muchas llamadas y hay que digerir mucha comida. Hacia las tres o las cuatro, ya cuento las horas mientras la intensidad del trabajo se eleva nuevamente.

Y luego, abro las alas.

El otro día, mientras me desabrochaba dos botones de la camisa y entraba al club para practicar, de pronto me sentí Superman. Una doble identidad poética me invadió, pero a la inversa. Mi verdadero yo es el de esas horas nocturnas, o el de los fines de semana. El otro es una máscara vacía.

He aprendido lentamente a olvidarme de esa máscara durante esas horas. La disociación sigue profundizándose. ¿Hasta donde llegaré?

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