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Un hueso seco

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De pronto me veo lanzado a una caminata espacial, a un paisaje lunar. Ni siquiera el diariero es el mismo, aunque es el mismo. Y no es por los anteojos de sol demasiado modernos y algo desubicados en otoño.

Me empuja una promesa que nadie me pide que cumpla, y que tal vez se ha olvidado. Pero también la necesidad, ¿es exacta la palabra?, de probarme. De ver si soy capaz. Es como sacarse algo pegado al cuerpo, que ya no es de uno pero está ahí.

Han pasado meses desde ese viernes de la semana pasada. Han pasado siglos desde ese día cuando desperté a otro horario y rompí el círculo de segundos y cuadras programadas con el ritmo de pasos de cebra.

De pronto me veo caminando pasos que ya no son míos. Descubro negocios que siempre veía cerrados, que no sabía qué vendían, para qué estaban ahí. Veo otros colores. Llego a la plaza que durante años me alojó, frente a la iglesia. La veía apenas desperezarse, llena de pastos fríos y gorjeos mañaneros. Ahora rebalsa de colores infantiles, de globos, de borrones de cachorros humanos, de besos amorosos en los bancos que alojan indigentes durante la noche.

Paso maravillado ante el paso de los siglos. Cruzo y doblo esquinas que siento de otra vida. Recuerdo que alguien más miró ese semáforo, que alguien más esquivó esas columnas. Llego a donde todo parecía pesado, al centro del agujero negro diario. Llego y de pronto no hay peso; la promesa está bien cumplida, no va a pasar nada. Estoy frente a un cadáver. No, mejor, frente a un fósil.

Me meto dentro del esqueleto del dragón, que ya no tiene color. Las puertas se abren con demasiada facilidad; los pasos no pesan, no hay urgencias ni dolor de oídos. Soy un astronauta frente a un objeto en órbita, limpio, frío, sin emociones.

Están ahí las personas, que importan más que el esqueleto. A ellos y ellas las siento diferentes; no puedo abstraerlas. Las estimo y las aprecio, y las recuerdo de otra manera. Que no se malinterprete. Pero las experiencias que nos unían no están más. No hay recuerdo de ellas; casi me tengo que obligar a mirar papeles o pantallas para recuerdar que esa información nos unía, nos tiraba hacia el fondo del pozo negro, o nos elevaba hacia el cielo. No lo había previsto. No así.

En el camino he descubierto ese desprendimiento, ese desapego. Ahora lo experimento más cerca, tanto que casi parece quemar. Me he enamorado de esa sensación, que me gusta experimentar en el cine. Extrañamiento, lo llamo. Cambiar de realidades. Y esta no llega a ser una película, porque racionalmente sé que fue mía, pero ya no lo es. Hacía mucho, mucho tiempo que no la sentía así. Y tal vez nunca lo haya sentido así.

Charlo con ellos y ellas. ¿Importa? Es algo privado, personal. No tiene nada que ver con esto. Me voy. Salgo del esqueleto del dragón. Y parto hacia la vida real, esa en la que vivo desde hace año y medio. Esa que siempre quise vivir.

Los recuerdos siempre se revisitan.

Personajes del cuento/colectivo

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Nueva iteración. El 101 se demora unos minutos más, desde hace ya unas semanas. Me quita preciosos minutos de previsión, minutos de caminar un poco más despacio para llegar. Pero no hay otra. El 146 llega justo antes, pero uno viaja colgado.

Subo con un grupo mediano de colegiales. Me llama la atención la estética que usan: las chicas con pantalones ajustados, y bien vestidas: los chicos como si estuvieran usando lo mismo que anteayer, gorra y capucha. Tal vez porque siempre fui a escuela privada, con uniforme bien reglamentado, no me parece correcto verlos así. Tengo un problema con las adolescentes que usan ropa provocativa. Mi hija nunca se vestirá así.

Afortunadamente son respetuosos y no hacen escándalo, o tal vez están demasiado cansados. A las pocas cuadras suben unos más. Uno habla a los gritos, con voz deforme, sobre sus peripecias con malas compañías: ha sido interceptado por la policía varias veces o ha tenido tratos con gente pesada del barrio. Lo ve como una aventura. Pobre idiota.

A veces, sube uno que pone cumbia villera en el celular. Dos veces, en días muy malos, estuve pensando en decirle que la apague. Ahora no ha subido, o tal vez ha subido pero no pone música. Da igual.

A las siete cuadras sube Sonrisitas, una colegiala que le da nuevo nombre a la angustia adolescente. NUNCA sonríe; de hecho, nunca tiene en sus labios, siquiera, una expresión neutra. Parece a punto de morir de dolor existencial, todos los días. No se da con nadie del colectivo; a diferencia de los individuos anteriores, que confluyen en el mismo colegio, ella sí tiene uniforme y va hacia otro lado. O tal vez hacia el mismo, pero no lo sabe.

Apenas dobla el colectivo por una callejuela, luego de cruzar la vía, sube el Gordobolú. Lo apodé así luego de escucharlo inventar apodos idiotas para sus compañeros, haciéndose el vivo, el más groso de todos. Se parece enormemente al gordo Casero. Sin embargo, hace meses que ya no lo escucho decir nada, ni charlar con su sidekick, un chico mucho más petiso y flaco que parecía su amigo del alma. No sé qué habrá pasado.

En la siguiente parada, siguiendo con los meandros del recorrido, sube la Rubia. La acompañan cinco o seis albañiles, amables y a veces conversadores, buena gente. Ella, siempre con botas altas, chaqueta de algún tipo, buena vestimenta, y una carpeta que la dibuja como estudiante de algo. Nunca se sienta en asientos simples, algo que observé hace meses, cuando el colectivo tenía otro horario y frecuencia, y llegaba a esa esquina sin pasajeros a pie. La única vez que se sentó en uno de esos asientos fue, justamente, frente a mí. No sé qué me seduce de ella; tal vez sea una cuota de misterio. A veces es fría; a veces habla y saluda; a veces muestra felicidad. Creo que la sigo con los ojos solamente para ver en ella algo diferente, para que ese viaje no sea idéntico al anterior.
  
El otro día la vi correr el colectivo. Y entonces me di cuenta de por qué llama tanto la atención: vive al lado de la villa, tal vez en una de esas casas lindas que nadie puede vender por su locación. Este hecho me había descologado sutilmente, y nunca lo había advertido hasta entonces.

En esa parada también sube Jopito, una adolescente bastante bonita, siempre impecablemente peinada. Ahora se le ha sumado una compañera más, extremadamente alta, flaca y cachetona. En las siguientes cuadras, suben otras compañeras del colegio. La última es la Rubita, una chica con un rostro bonito pero que parece haber estado chupando limones. A veces se reúnen y charlan en voz alta, se cargan, se pasan datos. A diferencia del primer grupo, parecen chicos y chicas más sanos. Por lo menos no hablan de boliches raros, agresiones por Facebook o roces con las fuerzas del orden.

Pasan unas cuadras en donde nadie sube ni baja. Luego el Viaducto, luego me bajo. Si no he podido sentarme al fondo, tengo que recorrer un colectivo lleno, y puedo ver más de cerca a algunos de estos personajes. Les deseo un buen día, y me despido mentalmente. ¿Quién seré para ellos? ¿Qué personaje habrán construido, si acaso alguno? Nunca he de saberlo.

Contágiame tus penas

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Este es el último cuento de esta especie de trilogía de historias sencillas sobre androides femeninos y hombres algo conflictuados con ellas. Son algo simplonas y de corte clásico, para cualquiera que haya leído ci-fi de los años 50 y 60. Pero son ideas que tuve y no tenía sentido dejar de escribir, aunque no tengan gran vuelo ni hayan sido un gran desafío, me divertí mucho escribiéndolas. Ahora tengo que aprender a no repetirme, no repetirme nunca más... :D


-Realmente lo lamento. Lo siento mucho, ¿sabes? No estoy para nada de acuerdo con esto de la esclavitud. Pero si comprendieras mi situación...

Ella estaba parada del otro lado de la habitación, silenciosa y erguida. Pensaba en cómo hacer saltar su circuito regulador. Pero le sorprendió un poco la charla del humano.

-... bueno, te harás una idea. Base alejada de todo, pocas personas. Para cuando llegué aquí, era el chico nuevo y no había muchas chicas nuevas... Ahora todos están casados o en pareja. Todo lo que me prometieron en el servicio se cumplió. Sí, tengo un excelente trabajo, mucho dinero... ¿pero en lo personal? Ah, bueno, ya era un desastre, y esto lo empeora todo. Así que... ¿te estoy aburriendo, verdad?

Dudó un segundo.

-Pues... sí.

-Perdona. Es que... tengo demasiadas cosas que no le cuento a nadie. Creo que entenderás mejor lo que quiero que hagas. Ya sé que es hipócrita decirlo, siendo yo quien te compré. Pero... me sentiría mejor si estuvieras de acuerdo con lo que quiero pedirte.

El hombre suspiró largamente y bajó la vista, tirado sobre el sofá. La androide pensó inmediatamente que, si iba a destruir su circuito regulador, matarlo y huir, ese era el momento perfecto.

-Ustedes... ¿se sienten solas allá fuera?

La pregunta hizo saltar otro circuito. ¿Piedad en un humano? ¿Qué era eso? No le habían dicho que sería así. Recordó la fábrica y el continente, y los grupos de androides reuniéndose en la jungla alrededor del fuego. Clanes y tribus de androides femeninos, organizadas como amazonas, brindándose protección contra los cazadores y las bestias nativas. Buscando y rescatando a las nuevas unidades escapadas de la fábrica. Criándolas como hijas hasta que adquirían la inteligencia casi humana que caracterizaba a los androides de su tipo. Eso que había hecho ilegal su fabricación en los mundos principales.

Se dio cuenta de que estaba casi en puntas de pie, y que su circuito regulador le había permitido pensar seriamente en un asesinato. Pero súbitamente relajó los hombros y dejó caer sus manos.

El hombre la miraba, esperando una respuesta.

-Somos muchas hermanas. La idea es que no estemos solas, porque de otra manera...
-No me refiero a esa soledad. Aquí viven casi cien personas, ¿sabes? Puedo salir a los corredores y saludar a cualquiera. Todos nos conocemos. Me refiero a otra cosa.

-Entonces no lo sé.

-Ven, siéntate aquí, a mi lado.

Ella tuvo que obedecer, pero tampoco opuso resistencia.

-Es realmente triste que haya tenido que hacer esto. Pero como te digo, es una muestra de mi desesperación. Intenté salir con algunas de las chicas de aquí, pero no sucedió nada. Y según me dicen, no van a expandir la base en varios años... Seguramente estarán hablando mal de mí ahora mismo. En realidad nadie me toma en serio...

Sintió el contacto del humano. Le había tomado las manos, y eso le pareció muy extraño. Recordaba haber hablado con androides diseñados para satisfacer sexualmente a los hombres. Había sido algo indiferente para ella, pues no tenía programado en su cerebro ningún patrón moral o ético sobre aquello. Para las androides, era una tarea más para las cuales eran creadas y esclavizadas. Para los humanos, el sexo con un androide era, según sabía, algo tabú.

-Se siente tan bien poder decir todo esto... Para esto te compré, ¿entiendes? No quiero forzarte a nada. Si fuera por mí me gustaría sacarte ese circuito... pero no se puede. Me metería en demasiados problemas. ¿Sabes que tuve que hacer tramitaciones por casi un año? Aduanas, permisos, contratar una empresa confiable... Es lamentable lo que les hacen a tus hermanas. ¿Te trataron tan mal como dicen?

Toda esclavitud es malvada, repetían las hermanas frente al fuego, todas las noches, para asegurarse de que aquello se entendiera. Pero escaparon otras palabras de sus labios:

-Pues... no tanto. Pensé que sería peor... sufrí mucho cuando me capturaron. Podemos decir que sentí lo mismo que un ser humano al ser cazado y atrapado. Pero dormí el resto del tiempo. Me desactivaron, seguramente para insertar mi circuito regulador. Lo siguiente que vi fue este cuarto.

-Te prometo que nunca más van a hacerte algo así.

El hombre estaba nervioso, y era evidente que no sabía qué hacer a continuación. Recordó las promesas hechas entre hermanas, y pensó en las que ahora lamentarían su pérdida. Pensó en las que habrían sido capturadas junto con ella. Deseó que, al menos, ninguna hubiera muerto.

-¿Me perdonas?

-No sé si nosotras podemos perdonar sinceramente. Debes recordar que no tenemos sentimientos similares a los humanos.

-¿No me odias?

-No creo estar capacitada para eso. En todo caso, deseo mi libertad, mi individualidad. Si pensara en dañarte o dañar a otro ser humano, lo haría no por venganza, sino para lograrla.

Aquello alertó un poco al humano. No supo qué hacer para tranquilizarlo.

-Estaba pensando –dijo él al poco tiempo- que no sirve de nada decirte que eres hermosa, o cosas similares. Eres parte de una línea originalmente creada como secretaria ejecutiva, y como todas las androides has sido diseñada hermosa y perfecta. De hecho, no sirve decirte nada que te halague. Pero quería que al menos me comprendieras. Porque sinceramente creo que puedes hacerlo, bien dentro tuyo. Creo que todas ustedes pueden, y es una lástima que otros no lo vean.

Los dos estuvieron sentados en el sofá por un buen rato, solos y desdichados. Se enterraron en el asiento y en sus recuerdos.

Oh, que diablos, pensó él, relajándose y mirándola. Si va a matarme, que lo haga después de una buena noche.

-Quítate la ropa –le dijo a continuación, arrepintiéndose inmediatamente del tono que había usado. Pero, ¿valía la pena simular que aquello era real? ¿Valía la pena torturarse más y luego arrepentirse? Incluso si hubiera tenido dinero para una androide amante, aquello hubiera sido una mentira mayor. Al menos con ella todo estaba claro. Era como un matrimonio por conveniencia.

Ella obedeció, todavía un poco confundida por el rumbo que todo había tomado.

Se despertó inesperadamente relajada y sonriente. Su cabello negro inundaba el pecho del hombre, sobre el sofá rojo. Los dos estaban desnudos, pero por algo no le importó. Creyó, nuevamente, que había comprendido la forma en que trabajaba el circuito regulador. Ahora tenía otra oportunidad para hacerlo... Y si él dormía, no tenía que matarlo. Incluso si se despertaba, probablemente la dejaría escapar. La base tal vez no tenía mucha seguridad y en unas horas estaría en el espacio.

Pero, ¿valía la pena? Vio su cara tranquila y recordó la masa de nervios que era antes. Aquello obviamente lo hacía feliz, aunque no fuera todo lo que él esperaba. ¿Cómo podía hacerlo más desdichado, escapando y abandonándolo? Como todas las mujeres que, seguramente, había intentado conocer mejor. ¿Cómo se sentiría entonces? ¿Cómo se sentiría ella sabiendo que lo había lastimado de esa manera?

Había tenido una vida extremadamente desdichada. ¿Cómo sumar una herida más, una humillación tan grande? No habría ningún problema si se quedaba. Allí no le hacía daño a nadie. No se sentía sola en el continente, junto a la fábrica, con sus hermanas; pero tampoco se sentía sola en aquél sofá. Y si las personas de la base la rechazaban, al menos estaría él, cuidándola como un tesoro, como se lo había prometido mil veces durante la noche.

Miró su rostro mientras fundía el circuito. No se lo diría, al menos por un tiempo, si no era necesario. Pero le gustaba sentir que tomaba sus propias decisiones.

Esos ojos grises

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Continúo con mis silly stories sobre androides, son una trilogía, podemos decir, así que esperen el tercero.


-No lo entiendo, Niki. ¿Cómo pudiste haber pagado la fianza?

Niki, claro, era un nombre tonto. Pero todos los nombres son tontos cuando uno tiene que nombrar a un androide de servicio. Conocía personas que sólo los llamaban “tú”.

-Está dentro de mis posibilidades. Además, sabía la combinación de tu cuenta. ¿Recuerdas que tuviste que decírmela el otro día?

Todavía afectado por las noticias, Egon no notó el tono demasiado familiar de la voz, ni el hecho de que su androide lo tuteara. Se pasó la mano por el escaso pelo, parpadeó y se tomó un trago.

-Pero… ellos dijeron que antes declaraste en mi favor. ¿Cómo pudiste hacer eso? Yo no estaba aquí, Niki… No puedes mentirles.

Había bebido demasiado rápido y recordó que no había desayunado. Tuvo que sentarse a su lado, en el sofá.

-Claro que puedo hacerlo, si es para defenderte.

Todavía algo mareado y sintiéndose sobre una nube, trató de enfocarla. Cuerpo de una mujer joven, pero no muy atractivo. De otra manera la empresa no podría colocar el producto en el segmento de recién casados. ¿Llevaba puesta ropa de su esposa? No, no podía ser. Niki tenía su propio guardarropa, compuesto exclusivamente de uniformes de servicio. Sus manos estaban sobre sus rodillas, como esperando algo. Logró mirarla a la cara. Nunca programaban bien las sonrisas, que eran demasiado plásticas, casi macabras. Por lo demás, era el rostro de cualquier veinteañera.
-Los… los androides no miente, Niki.

-Por eso me creyeron. Pero vamos a tener que hacer más para mantenerte fuera, querido. Están investigando todo…

-¿Querido? Niki…

Intentó levantarse, pero el alcohol y una suave mano lo detuvieron. Ella lo miró. Sus ojos grises… siempre le habían llamado la atención esos ojos. Su esposa no había querido que Niki fuera rubia, y él no había tenido problema, porque en ese rostro tan sencillo, los ojos grises y el cabello oscuro creaban un contraste sutilmente llamativo.

-Yo… no podía decirlo con ella aquí. No podía soportar ver cómo te trataba. Pero hiciste lo correcto y no debes arrepentirte. Ahora que no está, puedo decirte lo que siento.

Se dejó caer gentilmente sobre sus piernas. Aunque hubiera querido, no hubiera podido levantarse.

-Egon, querido… verte tan desvalido me causaba tanto dolor. Ahora soy feliz…
¿Qué puedo hacer con un androide lunático?, pensó. No se detuvo a analizar las posibilidades de dialogar con ella. ¿Qué pasaba si realmente se había obsesionado con él? Un amigo, que era ciberingeniero, le había comentado los rumores de defectos casi indetectables en las líneas de ensamblaje de los modelos más nuevos. El mercado avanzaba demasiado rápido.

-Querido… ¿no eres feliz ahora que la mataste?

-Yo… bueno, no… no lo sé.

La tensión, es la tensión. La maté sin pensarlo, es por eso… no quería hacerlo. Si me hubiera detenido uno o dos golpes antes… tal vez podría haber razonado con ella. Bueno, no. Pero hubiera ido a la cárcel por menos tiempo.

-Deberías. Era una mujer horrible. No sé qué le viste… pero sin ella no nos hubiéramos conocido.

Niki se levantó y tomó sus manos con un gesto de fervor. Intentaba llorar, pero no podía. El mismo defecto plástico de la sonrisa, con el agregado de que no tenía programada una cara tan triste. Aquello era grotesco.

Intentó pensar tranquilamente mientras ella posaba su rostro sobre su sien. Podía superarla físicamente, al menos en teoría. Ningún androide era más fuerte que un humano promedio, y mucho menos uno diseñado como mujer. Por otra parte, él no era ningún hombre promedio. Estaba ya en unos cuarenta años de sedentarismo. ¡Era ingeniero, por Dios! Y Elisse siempre lo insultaba por su gordura, y hasta Niki lo superaba en estatura. Finalmente, si ella realmente estaba obsesionada con él, podía hacer cualquier cosa. Tal vez hasta hubiera preparado algo en caso de oír una negativa.

-Egon, querido… dime que me amas. Dime que ahora podremos vivir juntos sin ella. Por favor…

Los ojos grises se acostaron sobre los suyos.

-Claro… claro, querida… no podía soportarla más. Tú, por otra parte, eres mucho más bella, y joven, y buena conmigo…

Es verdad, pensó macabramente. El problema estaba en otra parte.

-Lo sabía… -lo abrazó-. Sabía que me amabas. Ahora tenemos que trabajar juntos para armar tu caso.

Se sentó más lejos y empezó a marcar datos con sus dedos. Está entusiasmada, pensó, como una quinceañera que planea una fiesta.

-Con mi testimonio ya tienes coartada. Estabas aquí trabajando, porque te preocupaba la obra. No tienen huellas digitales ni rastros tuyos, por lo que pude saber, así que…

Había tenido demasiada suerte. Sólo había tenido que empujarla y patearla un poco. La sensatez regresó tarde, pero no demasiado tarde.

El teléfono sonó. De pronto recordó la culpa y su plan anterior.

-No te preocupes, yo atiendo… querida.

La fianza había llegado poco antes de que se decidiera a confesar. Sin ella, todo hubiera sido diferente.

-¿Hola?

-¿Señor Matisse?

-Sí, soy yo.

Curiosa, Niki lo observaba por encima del sofá, sus brazos apoyados en el respaldo. Una curiosidad juvenil inundaba su rostro.

-Soy el detective Gerard.

-Sí… reconocí su voz. ¿En qué puedo ayudarlo?

No podía hacerlo si ella miraba…

-Lo llamaba para recordarle que no puede salir de la ciudad…

Se había dado vuelta. Estaba sentada y le daba la espalda.

-Sí, sí, claro… Sucede que…

Estiró la mano hacia la derecha. Estaba allí. Premio a la Excelencia. La mejor estructura del año… Qué hermoso puente…

Era pesado. Base de aleación. Todo o nada.

-Señor Matisse… Señor Matisse…

Lo quitó del estante con la punta de los dedos y lo aferró en el aire, mientras caía. Sólo entonces sería libre de decir la verdad.

Ella se giró, y de pronto vio sus ojos, inocentes a todo. Recordó cuando tomó la decisión final. Él había elegido ese color, y ahora, Niki lo amaba en esa mirada suave y brillante.

Cayó al suelo, arrastrado por el peso.

-Detective, detective….

-¿Está todo bien, señor Matisse? ¿Sucede algo?

Trató de ponerse en pie. Instintivamente se tomó del respaldo del sofá.

-Tengo, tengo algo que declarar, detective…

¿Qué era eso en sus dedos? Logró erguirse. El líquido refrigerante del cerebro de Niki estaba por todas partes.

-Yo… yo las maté a las dos, detective. ¡Las maté a las dos!

Un eco simulado

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Hace tiempo empecé a escribir una serie de cuentos. Muchos terminaron siendo no tan buenos como esperaba; otros son más bien experimentos, y otros tienen temas repetidos desde diferentes ángulos. Aquí va uno de esos, que es más bien una humilde silly story, nada serio ni con pretensión de literatura de altura.



Teníamos aquella extraña relación... tan hermosa, tan delicada, tan perfecta. Ella, claro, tenía que arruinarla mudándose a Marte.

Es imposible tener una relación de ese tipo a distancia.

Ella no me soportaba, pero yo la amaba. No llegaba a odiarme; más bien era displicente conmigo, implicando en cada frase, cada palabra, cada tono, que yo era inferior a ella. Todavía no me perdonaba el que le hubiera dicho lo que sentía.

Por diversos motivos que no vienen al caso, la relación había perdurado. Ella, llamándome a las dos de la madrugada para insultarme por algo que había hecho en el trabajo. Yo, llegando al día siguiente con flores y bombones a la oficina, para ser echado a golpes de pétalos y proyectiles de chocolate.

Baste decir que me encantaba ver cómo su carita reflejaba el odio que yo proyectaba como amor.
Pero no... ella quería mudarse a Marte.

Supe que no podría disuadirla, aunque lo intenté. En el camino ensayé una solución. Algo que nos permitiría seguir con esa relación que llenaba mis días y mis noches. Esa relación que ella subestimaba, llamando enfermiza, decadente, patética y abusiva, pero que era perpetuada por ambas partes.

-¡Es la peor cosa que me has hecho!- esas fueron exactamente sus palabras cuando le planteé mi propuesta, mi respuesta a su huida. Porque en realidad, ella huía (me lo dijo minutos antes, con otras palabras) de una relación sin futuro, pesimista, irreal, en donde ninguno podría comprometerse del todo.

Tal vez se sintió desplazada. Creo que fue eso. El hecho de saber que la réplica era tan perfecta que ahora podía vivir sin ella.

Partió para Marte esa misma noche, cambiando su boleto para salir más rápido de mi vida. A eso de las tres escuché su voz por el teléfono, aunque supe que no era ella. No hay teléfonos en las naves espaciales.

-¡Eres una basura inmunda! ¡No puedo creer que hayas tratado de reemplazarme con una máquina! ¡Te odio, nunca voy a perdonarte esto!

Como siempre, intenté interrumpirla con excusas, que ella no escuchó.

-¡Y ni se te ocurra traer dulces mañana!

Hasta el chasquido de la bocina del teléfono fue idéntico. Era la perfección encarnada, mi máxima creación.

Ah, el amor... tan dulce, tan profundo, tan susceptible de ser duplicado por un androide reprogramado...

Otoño amarillo

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Todo está inundado. Las hojas secas emparejan los valles de la vereda, descuidada planicie de cemento gris, apenas veteado por la división de las lozas. Como charcos de color, acá y allá, salpican un mundo plano, limitado por cordones de brillante amarillo puro.

Pasa el colectivo, apenas camuflado del mismo color. Ahora sólo hay colectivos amarillos y grises con azul. O con naranja, que son los municipales. Perdimos el verde de la K, monstruo eléctrico que nos llevaba al pasado y levantaba preguntas de los porteños.

Pero casi todos los colectivos son amarillos, y este pasa frente a un semáforo también amarillo, color que ahora está antes y después del rojo. Hay hojas por todas partes. De pronto uno se encuentra en una postal del otoño, sorpresiva, fresca, brillante. Un otoño demorado, ansiado, ahora odiado por las alergias, antes odiado por el calor.

Camino sobre amarillo, pisando los charcos invertidos, las manchas de color en un mundo frío. El cielo tridimensional está suspendido desde el suelo, y cada tanto la nieve de color recuerda que no es sueño. Si el amarillo de los cordones pintados delimita las manzanas, y el amarillo de los semáforos el movimiento, como mojones, los colores marcan el camino. El Bar Rojo, impúdicamente ubicado en una esquina, desafía el reinado de las veredas, los anuncios políticos, los cordones, semáforos y carteles de gaseosas. Allá a lo lejos está el carrito donde se come malsanamente, también pintado de amarillo, pero de pronto ese color es una desubicación, un ultraje: es demasiado, todo junto.

Cada tanto, algún árbol del orden de las coníferas o de los helechos desafía al invierno y presume su follaje. El verde corta como el gris, o como el naranja o el azul. Los colectivos son cuchillos de color llameantes. El mío me aleja de ella, que hoy era un glaciar en retroceso, o un estallido de palabras en la oscuridad.

Del fin del mundo

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Vientos que derriban voluntades,
aérea espuma que ciñe todo
de coronas de ínfimo rocío,
largas lanzas, monumentales
abrazos de tierra y cielo.

La bóveda es un río de fuego blanco,
el aire es un millón de sentidos golpeados.
La tierra es agua, está viva, rebota
golpeada por titánicos mundos.

Del río es un afluente la calle;
batallas navales de hombres que recuerdan
a Venecia surcada por la tierra,
prisiones de correntadas y pie de trincheras;

días todavía en la memoria, que deseamos
tener lejos, en el olvido, en la nada.
El aire se inunda también de burbujas y gritos,
la luz baila y canta en colores al compás del agua.

Y yo que quería inspiración en la lluvia,
y yo que disfrutaba el viento huracanado,
el teclear del hielo sobre los tejados,
el rocío marino, el aire acuoso y los ríos de lodo,

yo que cazaba el relámpago que saltaba en manadas
por los oscuros campos celestes,
yo que buscaba el momento más perfecto de todos,
yo que me estremecía de gusto, frío y humedad,

debo ahora recoger los pedazos de muerte y caos
y lanzarlos a las fauces de la tierra, madre del cambio
y del renacimiento. Es otro día en este mundo:
ayer fue otro final y otro comienzo, y nada se ha ido para siempre.

Destino

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Hermoso día de lluvia

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Joy.

Agua cayendo del cielo, en diminutos fragmentos. Ayer casi 40 grados. Hoy somos Londres. Hermoso.

Estalla en cámara lenta el frío, barrido por el viento húmedo. Siempre me gustaron los días de lluvia. Me levantan el ánimo. Sobre todo cuando éste estaba derretido en el suelo.

Comparto la alegría del momento. Como pocas veces, no me siento totalmente solo, ni totalmente fuera de foco. Es raro. Me gusta.

Una persona me lastima. Ey, no eres mejor que yo por tener un buen trabajo. No merezco eso. Se suponía que te conocía… que habíamos compartido la misma trinchera, el mismo barro.

Odio a la gente así.

Eso me aplasta de nuevo. Me voy algo pensativo, dudando de mi futuro. No es el que buscaba, aunque tiene rastros de éxito. O, al menos, de progreso. Pero no del progreso que yo quiero.

Cuando nos dispersamos, me doy cuenta de que la lluvia se sigue regalando, y ahora a mares. Soy feliz de nuevo. Cuatro árboles, cuatro tonos de verde, sobre un cielo acerado y los adornos del shopping. Parecen un cuadro en movimiento, un holograma que da miedo. De nuevo estoy en foco, y todo parece perfecto. Sonrío. Soy feliz viendo esos colores, soy feliz con la lluvia en la cara.

Me debato entre apurarme o mojarme. Lo segundo no me molesta, pero realmente tengo algo de prisa. Me lo tomo con calma, me apuro de a poco. Cambio de ritmo, de marchas.

Estoy solo en la vereda y eso me encanta. Tarareo canciones en inglés. Vuelvo a los 80s que nunca viví, porque era muy chico.

Llego a ese punto en la avenida. Hace un par de años vi allí un cuento que era un poema, y un poema que era la memoria de un mago y la promesa de un futuro. Vi un texto y una pared de ladrillo rojo que se demolía a sí misma, con el tiempo, con el grave abandono del martillo. Ahora hay otra cosa allí. Cosas del progreso. Pero me gusta. Sigue habiendo varios tonos de verde.

Todo se olvida. De nuevo soy la lluvia, el agua que se escurre, el ruido de los neumáticos patinando suavemente. Soy feliz y nada me lo puede quitar. Ni el trabajo perfecto de otro. Disfruto esta alegría secreta, única y personal de los momentos que no se pueden describir.
Hacía tiempo que pensé que había muerto.

Maldición de Sangre, capítulo 4

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-Che… pobre Flavia.

-Le viene tocando lo peor.

Era una de las conversaciones telefónicas más tontas que había hecho. ¿Qué podía hacer por su prima desde tan lejos, más que desearle suerte? Se sentía impotente, absurdamente impotente.

-Avisame si necesita algo…

-Por ahora se calmó. Menos mal que tenía el teléfono de este amigo mío… no me preguntó nada, le dije que era algo familiar… Esas pastillas son muy jodidas. Va a dormir un buen rato.

La leve estática que surgió cuando movió el cable apagó el sonido del “no sé qué más decir”.

-Bueno… lo que a mí me queda claro es que hay que juntar más cosas de esa época.

-¿Qué cosas?

-No sé… cosas. Yo creo que hay una relación. Si Flavia se pudo comunicar con esta mina por un medallón que era de ella, entonces, ponele, si encontramos algo que sea del bisabuelo…

Escuchó todo el razonamiento pensando que estaba dentro de una película de misterio barata. Manuel tenía una forma muy sencilla de convertir lo fantástico en natural. Después de todo, era parte de su trabajo.

-Está bien, lo voy a pensar. Pero ahora no se me ocurre nada.

-De todas maneras, hay que ser discretos. Yo tengo un trabajo tremendo haciendo que mamá no se entere de todo esto con Flavia… y tengo laburo también.

-Sí, tenés razón. Te dejo, me tengo que ir. Nos vemos.

No fue nada sutil ni en las palabras ni en los gestos, cuando soltó el teléfono y miró a su esposa.

-Gimena… escuchá, no te vayas…

-No me quiero ir. Vos querías que yo me vaya.

-Perdoná… te estuve esperando. Vamos a charlar, ¿eh? Hice comida, te compré la gaseosa que te gusta…

Mientras repetía todo lo que había ensayado, Gimena recorrió las habitaciones con la vista, hasta detenerse en una botella vacía escondida detrás del tacho de la basura.

-Y también me compraste whisky, ¿eh? Ahora que me encanta tomar alcohol todos los días…

Sonrió burlonamente, en un gesto que había tomado de Manuel sin siquiera darse cuenta, y agregó:

-Sí, pero me lo bajé para que no te tentaras.

Exteriormente a su mujer no le hizo nada de gracia, pero por dentro tuvo que admitir que José al menos lo estaba intentando.

Maldición de sangre, capítulo 3

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La mujer adormecía al bebé a base de palabras mal pronunciadas y fragmentos de canciones de cuna. Su vestido, lleno de volados y sombras del blanco, se fundían con el pequeño bulto que crecía en sus manos, en el cual sus ojos se hundían hasta lo profundo.

Flavia recuperó sus recuerdos y buscó a su hermano y a su primo. Estaba un poco más atrás, de pie junto a una puerta cerrada. Cuando la vieron, se acercaron. La mujer reparó en ellos y levantó los ojos, mostrando una sonrisa de satisfacción.

-Vinieron… qué lindo… Mirá, mi amor, te vinieron a visitar…

Sorprendida por las dulces palabras, Flavia distinguió los gestos y giros de la mujer que había aferrado su mano luego de morir en el parto.

José se quedó a un lado, conmovido por una experiencia que nunca había tenido. Manuel, recordando el sueño anterior, comprendió que estaba pasando de nuevo, pero sintió algo diferente…

Su hermana, mientras tanto, se acercaba despacio a la mujer, sentada en la silla mecedora.

-Sí… vinimos, como me dijiste. Tu medallón… -Flavia vio que lo tenía en la mano, y que la mujer tenía el cuello desnudo-. Muchas gracias. Es hermoso.

-¿Viste? Me lo regaló mi marido… es tan bueno… va ser un excelente papá, aunque tiene miedo… Su mamá no me quiere mucho, pero ahora que le di una nietita tan linda, me va a tratar mejor, ¿cierto, mi amor? –le dirigió las últimas palabras a la beba-. Mirá que hermosa que está… ¿la querés cargar?

Sin saber qué más hacer o decir, asintió levemente. Quería preguntar algunas cosas, pero no sabía como. No comprendía como aquella mujer podía ser la misma de la otra vez…

Mientras se acercaba con pasos cortos, pensó en cómo armar una frase. Si lograba acercarse a ella, quien la reconocía de otro sueño, y se ganaba tanta confianza como para cargar a su beba, tal vez pudiera obtener algo más…

La mujer alargó los brazos, con mirada perdida. Flavia bajó la mirada para ver a la beba, mientras se congelaba ante la visión de un bebé sin rostro que se agitaba, incómodo.

-¿Qué pasa? –dijo la madre, mientras la puerta cerrada se abría de un golpe.

José y Manuel se apartaron, claramente asustados. Una mujer mayor entró, y le quitó la beba a la madre. Ella trató de retenerla, pero sus manos atravesaban tanto a la niña como a la ladrona. La silla cayó a un costado, igual que la madre. Flavia intentó detenerla, pero era demasiado tarde.

-No… mi bebé… de nuevo no…

La mujer mayor ni los había visto. Sus gestos habían sido mecánicos, pero había en ellos un rastro de odio.

-Mi bebé… -la joven seguía llorando en el suelo. Flavia se sentó junto a ella y la abrazó. Manuel y José intentaban abrir la puerta, en vano.

La mujer de pronto miró a los ojos a Flavia y con el rostro golpeado de lágrimas, le dijo:

-Es ella, es ella… me quitó a mi nena… Maldita… yo me muero y ella la cría…

-Tranquila, tranquila… -era todo lo que podía repetir.

Flavia sacó el medallón, pensando en usarlo para volver a hablar del tema.

-Muchas gracias por dármelo. Cuando lo use me voy a acordar de vos.

-Mi medallón… mi marido… mi nena… Me lo quitó todo. Todo es culpa de la maldición… -la madre cerró los ojos y acarició el trozo de plata-. Hay que usarlos… para hablar con los demás. Yo no sé nada… Pero hay muchos que sí, sí, muchos que saben qué hacer. Hay que usarlos para hablar con los demás. Preguntales a ellos, porque si no te va a pasar lo mismo… y yo no quiero que te pase lo mismo, ¿entendés?

Las lágrimas de las dos mujeres se extendían sobre el suelo blanco como una negra sombra, que tomó la forma de una nueva visión. En ella, José y Manuel pudieron ver un funeral de principios del siglo XX, en el que una gran familia lloraba un pequeño ataúd y la mujer mayor, escoltada su esposo y su hijo, cargaban a una beba regordeta, colorada como un tomate.

-Claro que te entiendo. No sabés como te lo agradezco… te juro que vamos a hacer todo lo que se pueda, querida, quedate tranquila…

-Gracias, gracias… la quiero mucho a mi bebé… la quiero mucho…

La mujer expiró en sus brazos, como si muriera de tristeza en lugar de parto.

Siempre lloverá

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Siete meses y no quería llover. Siete meses de duelo, de sobrevivir. Curiosamente, como si nada sucediera.

Cielo plomo. Relámpagos. Siento el aroma de la tierra húmeda y el fresco viento. Los pájaros, afuera, claman como lo hacían siempre después del chaparrón. ¡Cómo te extrañaba!

Lluvia y viento me inspiran como pocos. Y cuando estaba pensando en mudarme de país, para tener más tiempo para pensar y escribir bajo la firma de agua y luz, llega y me recuerda que no todo está lejos. La lluvia no se pierde.

Siete meses de sequía que devastó todo. Medio país en llamas o desnudo. Medio yo, medio perdido, medio esperando otra lluvia.

Supongo que si uno espera mucho, siempre lloverá. O eso es lo único que me queda por esperar en esta larga vida de sombras y luces atenuadas.

Pienso ayer que hace diez años dejé la adolescencia y me tiré de lleno a las garras de la adultez. Curioso que no lo haya pensado antes. Tal vez era la seca. Pero ahora veo que son diez años de vida adulta y la seca estuvo en esas partes más jugosas, que no se pudieron disfrutar.

Ahora quiero que llueva a rabiar, que se llueva todo de golpe. Que no veamos el sol por una o dos semanas, de tanta nube gris y estallido de alegría.

Quiero que la lluvia me inunde el sueño y me hunda en la sorpresa. Quiero que me moje de cansancio y me borre el hastío. Quiero que me deje marcas de recuerdos ciertos, que algunas vez fueron.

Quiero soñar contigo y recordarlo, como anoche, al arrullo del viento y sobre el chasquido del agua rompiéndose el alma en el asfalto. Quiero escucharte decir esas cosas que no dijiste, como escucho cantar a los pájaros después de la lluvia o a las llantas patinar en lo mojado. Quiero olerte de nuevo, tan cerca, como hace dos días, que casi te beso y nada pasó… olerte como a esa tierra húmeda que me llena los pulmones y me hace sentir más vivo que muerto.

Quiero que me lluevas encima. Nada más y nada menos.

Maldición de sangre, capítulo 2

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-¿Y qué le pasa?

-Nada grave… insiste en que soñó algo. Me preocupa… no le creería tanto si no fuera por todo lo que yo soñé… Pero lo que me cuenta es muy similar a lo que yo sentí.

-Bueno, estoy yendo para allá. Tenés suerte de que me peleé con Gimena…

-¿En serio?

-Te cuento allá, no me gusta hablar mientras manejo. Estoy en quince minutos.

-Bueno, te esperamos.

Manuel cortó. Flavia lo miraba desde la otra habitación.

-¿Estás mejor?

-Sí.

-José está viniendo.

-¿Cómo está mamá?

Ni siquiera había escuchado la frase anterior.

-Bien, no sospecha nada. Le dije que habían tenido problemas en la empresa y estabas trabajando horas extras y todo eso. Dijo que te iba a llamar pero insistí en que no te molestara. Le tiré un poco de culpa por lo de siempre –Manuel sonrió. Su madre había obligado a Flavia a estudiar ciencias económicas; ese y otros mandatos maternos que ella lamentaba haber seguido eran fuente constante de reproches, a veces cariñosos, a veces no tanto-. Así que por unos días más, está eso. Después le decimos que te enfermaste…

-No, no. Me va a querer cuidar…

-Cierto. Bueno, vemos si José tiene alguna idea mejor.



Lamentablemente para ellos, José traía sus propios problemas. Con ojos desorbitados, lo vieron encender un cigarrillo y sacar una petaca de whisky. Era como si extraterrestres hubieran reemplazado a su primo con una mala copia.

-¿Embarazada?

-Sí, tarado, embarazada. Un bebé. No sé, es muy pronto, puede ser nena. Pero si es un nene… ¿te das cuenta? Los padres siempre quieren tener un pibe para enseñarles a jugar a la pelota y todas esas estupideces. Yo no porque soy un queso jugando al fútbol. Es absurdo…

Chupó el cigarrillo como si fuera un caramelo de menta. Dijo varias cosas más, sin sentido, mientras se pasaba la mano por el cabello.

-Pará, pará un cacho –lo interrumpió Manuel cuando empezó a negar con la cabeza, tratando de sacudirse la verdad-. Nos tranquilizamos un poco todos…

-Vos lo decís porque no estás hasta acá…

-Eso es lo que le digo yo…

-¿Ahora me atacan los dos? Vos el otro día te querías matar, y ahora cae este que no sabe si es nena o nene… si seguimos así nos matamos todos y listo. Más barato imposible, sin maldición ni nada del otro mundo.

Nadie contestó y José se puso a buscar otro paquete de cigarrillos. Manuel lo interceptó.

-Pará con los puchos, en serio. Escuchame, es una de dos. Cincuenta por ciento. Todavía no sabes, podés zafar. ¡Pensá en positivo, hombre!

-Está bien… mejor lo dejamos ahí. Tenés razón, me calmo un poco… pero es que Gimena me quiere matar. Debo haberle puesto una cara de asco cuando me dijo del bebé… Casi no me habla, nos peleamos ayer, se fue de su mamá por el fin de semana… Todo mal.

-Después hacemos terapia y buscamos una manera de que no se dé cuenta, ¿eh? Después que solucionemos lo de mamá, ¿no te parece Flavia? Pero primero contale al primito José qué soñaste.

Manuel había quedado atrapado, inesperadamente, por los dos flancos. Si ya le costaba mantener a raya a su hermana, que podía ser muy temperamental a veces, ahora le caí su primo con un problema tal vez mayor… Y sus intentos por calmarlos y distendernos no tenían porqué ser acertados. A Flavia no le causó nada de gracia lo de primito, ni la sonrisa burlona que hizo su hermano cuando se refirió a su traumática experiencia onírica.

La rubia le repitió a José la historia, desde que se había quedado dormida en el sofá hasta que encontró el medallón, y cerró el relato sacándolo de su bolsillo.

-Mamá me lo dio y dijo que a ella se lo había dado su mamá. Pero lo que soñé… viste que las cosas que soñás se te borran, a veces te las olvidás antes de poder escribirlas. Nada que ver. Esto lo tengo grabado, todavía veo la sangre… me da asco -le robó un cigarrillo a José, que se rindió de nuevo a la tentación del tabaco, y lo encendió-. Y la ropa que usaban era de principio de siglo, ponele. Así que no sé si será alguna bisabuela… no conozco tanto la historia de la familia. Y en esa época la gente se moría como moscas… No sería nada raro.

Hubo un largo silencio. Manuel, el único que no fumaba, se alejó del humo y miró el reloj. Ya eran las diez de la noche.

-Así que un medallón. ¿Y si la maldición tiene algo que ver?

-No, no creo. Soñé que se lo regalaban, que el esposo se lo compraba, nuevo. Así que me parece que no… ella me miraba y me decía que lo usáramos. Todos. ¿Se refería a nosotros? ¿Cómo vamos a usar un medallón para hablar con…?

-Con nosotros.

-Eso es lo que me quedé pensando.

-A lo mejor se refería a los muertos de la familia. Por lo menos, a los que se murieron por culpa de la maldición.

Los dos miraron a Manuel, que había dicho eso mientras cerraba la puerta que daba a su estudio. Como las miradas eran pesadas y largas, pensó que lo estaban acusando de algo.

-Quiero recordarles que soy pintor –se excusó-. Hay cosas inflamables por todas partes y las telas absorben el humo.

-No, lo que dijiste.

-Ah, eso. Vos soñás con una muerta, yo soñé con otra… No digo nada raro, sumo uno más uno. Lo que pasa es que ustedes son gente de números –vio el inicio de nuevos gestos hoscos y agresivos, y recordó sus anteriores intervenciones, así que cambió sutilmente de argumento-. Quiero decir, están acostumbrados a pensar racionalmente. Y esto no tiene por qué ser racional. Yo pinto lo que sueño… quiero decir… No me estoy explicando bien.

-Lo que querés decir –aclaró Flavia mientras apagaba la colilla del cigarrillo en la tapa de la petaca que José había terminado- es que tenemos que pensar de otra manera. Una maldición no es algo racional, y por lo tanto no tiene una explicación racional…

-O una forma racional de buscarle una cura.

-Esperen, esperen los dos. ¿Les parece que por eso se quieren comunicar con nosotros?

-Puede ser. Si quisieran vernos dar vueltas en círculos y reventar como sapos, sería más fácil no decirnos nada.

Flavia lo miró muy feo ante la nueva metedura de pata. José, que estaba más preocupado por racionalizar todo aquello, se rindió ante la idea.

-Hagamos esto. Supongamos que tienen razón. Que los espíritus de los que murieron por la maldición nos hablan en los sueños. Eso no nos dice nada más. ¿Cómo nos comunicamos con ellos con un medallón? Ni siquiera tiene una foto, o algo… no sabemos de quién fue ni nada.

-Yo puedo averiguar… pero le tendría que preguntar a mamá… y no quiero hablar con mamá.

Discutieron aquello un rato más, pero no encontraron ninguna idea interesante. Ojerosos y con los hombros caídos, Manuel los vio desplomarse en un nuevo arrebato de desesperación.

-Gente, gente. Vamos a hacer una cosa. Ya casi es medianoche. Vos chupaste así que no te vas manejando de acá. Vos estás mal y no tengo ganas de llevarte en el auto hasta tu casa. Hace frío y me odian por todo lo que dije. Lo menos que puedo hacer es hacerles lugar para que se queden a dormir acá.

Pensó que le dirían que no, pero para su sorpresa, ni siquiera protestaron por las escasas comodidades que tenía para ofrecer.

Con José movieron un sofá de dos cuerpos, que ofrecieron galantemente a Flavia. Ella estaba demasiado cansada como para acusarlos de machistas. Manuel trajo un colchón que tenía en el estudio, en el que dormía o leía de a ratos cuando se cansaba de pintar. José aceptó dormir en un sillón reclinable, tapándose con su saco.

El exhausto trío cruzó la medianoche con un sueño intranquilo, mientras José desistía de fumarse un último cigarrillo a escondidas y Flavia apretaba el medallón contra su pecho.

Maldición de sangre, capítulo 1

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Manuel cerró la puerta del auto con desgano. A su derecha, Flavia seguía callada, absorbida por sus pensamientos.

-Che, calmate un poco –la frase, junto con el encendido del auto, rompió el tenso silencio que se había manifestado desde que salieron de la casa de Manuel.

-Dejame tranquila –contestó ella, entre cansada y enojada. Una combinación que, en poder de Flavia, era poco usual pero muy complicada de manejar, según ya sabía su hermano.

-Bueno, perdón –enfatizó Manuel-. Pero es que no me gusta verte así. Ya te dije lo que vamos a hacer. Mantenete lejos de mamá por un tiempo. Yo te ayudo con cualquier excusa que le inventes. Así por lo menos… no sé. Pero parece más seguro.

-¿Qué es más seguro? Yo me quiero morir…

-No digas eso…

-… si me muero yo a ella no le pasa nada…

Las lágrimas y las interrupciones mutuas llenaron el automóvil, mientras Manuel trataba de concentrarse en el tráfico. Flavia vivía en un departamento, cerca del centro. Lo menos que podía hacer después de charlar con José era dejarla ahí, para que se calmara.

-Tenemos tiempo, ¿entendés? Ahora que sabemos qué pasa, podemos hacer algo.

-¿Qué? A ver, decime, ¿qué? Si no sabemos lo que pasa… no sabemos nada. Eso es lo que me pone mal.

Después del llanto y los gritos, Flavia se plantó ahí. No dijo una sola palabra más, como si aquello fuera la única verdad que valía. Y de alguna manera, Manuel tuvo que aceptar, eso era cierto. No saber también le ponía los pelos de punta.

Encontró un lugar para estacionar el auto, justo en frente del departamento. Era casi de noche. Miró a su hermana y la vio pequeña, empotrada en el asiento del auto del cual siempre se había quejado porque era chico, incómodo y todo eso. Siempre tenía problemas para subir porque era una mujer bastante alta. Ahora parecía haberse empequeñecido, como si fuera una adolescente conflictuada que pedía a gritos a su mamá ante un problema de crecimiento. La vista clavada en el tablero del auto, indiferente a lo que sucedía fuera de ella.

Diez segundos después de que Manuel estacionó, se dio cuenta de que tenía que bajar.

-Escuchame. Quedate tranquila. Cualquier cosa que te pase, me llamás, ¿quedamos así? Con confianza, a cualquier hora. ¿Entendés?

Ella respondió con la cabeza y se bajó.

Lo siguiente que vio fue el sillón. De pronto se dio cuenta de que no tenía recuerdos de haber cerrado la puerta del auto, o de haber cruzado la calle o haber subido por el ascensor. Tal vez un minuto entero de su vida se había borrado.

No se quedó pensando mucho en ese detalle. Pamela no estaba. El sillón la llamaba. Se sentó, al principio, pensando en comer algo. Pero tampoco tuvo ganas de ir a la cocina. Pensó en cuchillos y lo que le había dicho a su hermano: “yo me quiero morir”. Sí, podía ser una solución, pero no estaba dispuesta a tomarla. Hubiera sido una victoria bastante pírrica. Así como había imaginado a su madre llorando en su funeral, se imaginó a ella misma, muerta, y toda su familia llorándola. No, no era algo que valiera la pena.

Tenía que haber otra forma.

La mujer era feliz, muy feliz. No sólo por el anillo que brillaba en su mano, sino porque la felicidad le salía por la sonrisa, por los ojos, por todas partes. Se podía ver que era, realmente, la más feliz del mundo.

La siguió, sin darse cuenta, por pasillos, calles, tranvías, vestidos y besos de su esposo. La vio cumplir años, recibir regalos y comprar cosas. La siguió mientras la felicidad se duplicaba en su cuerpo. Todavía dormida a la realidad de que eso que veía era cierto, la siguió.
Sus pasos la llevaron a un hospital. Al grito de las enfermeras, del padre y de la misma sangre que brotaba, le siguió otro grito. El de una niña.

Los médicos la dejaron allí, sola.

Ella se acercó, tímidamente. La sangre seguía gritando desde el piso, palpitando en su mente, ya de por sí golpeada y abrumada. Quería decir algo, pero no comprendía su idioma.

Sintió el apretón de una mano que cargaba, todavía, ese anillo brillante.

-El medallón, el medallón.

La mano parecía dispuesta a arrancarle el brazo, y Flavia comprendió que la mujer estaba muerta… y no estaba muerta.

-Usá el medallón… todos, úsenlo… el medallón…

Los ojos todavía estaban abiertos, pero seguían igual de muertos. Los vestidos chorreaban sangre, y en su cuello brillaba parte de una felicidad ya perdida.

-Todos juntos, tienen que estar todos juntos…

Quería zafarse, pero por más que tironeaba, era incapaz. Y la simple idea de tocar aquella muerte con su otra mano era inconcebible. Sus gritos se unieron a los de la sangre, en el suelo.

-Úsenlo… para hablar con nosotros…

El absurdo ringtone de su celular brillaba sobre la mesita de luz. Se dio cuenta de que estaba en el suelo, luchando con el aire, y que no tenía aliento para contestar. Sus dedos escalaron el aparato con mucho esfuerzo.

-Ey, ¿qué pasa?

-Na… nada, ¿por qué?

-Te llamé a casa pero no me atendías, ¿dónde estás? Es la segunda vez que te llamo.

-Acá… en casa… -dijo, sin ideas sobre cómo mentir.

-¿Otra vez te agarré en el ascensor?

-S.. sí.

-Bueno, no importa. Escuchame, se nos complicó lo del trabajo práctico, así que nos vamos a quedar más tiempo en lo de Romi. No me esperes a cenar, andá a dormir tranquila, ¿sí?

-Sí… no te preocupes.

-¿Estás bien?

-Sí, de verdad, no te preocupes.

Colgó antes de escuchar su respuesta. Después tendría tiempo de inventar una buena mentira. Ahora no…

Caminando torpemente, como si todavía estuviera dentro de ese sueño tan pavoroso, fue hasta la pieza. Ni siquiera perdió tiempo en buscar; directamente sacó el cajón y lo esparció sobre la cama. Menos mal que Pamela no vuelve. Tengo más tiempo.

La plata estaba deslustrada, pero por lo demás, recordó el día en el que su madre, varios años antes, le había regalado aquél medallón. Tenía entonces dieciocho años y era ingenua y mucho más feliz, sin mentiras que esconder ni maldiciones que esquivar. Pero, ¿qué quería decir esa mujer con que había que usarlo para…?

“Ya sé que no es muy moderno, como dicen ustedes, Flavia. Pero es una reliquia de la familia. A mí me la regaló mi mamá, ¿entendés? Es como una tradición, aunque no tiene tantos años. Así, cuando vos tengas hijas, se la das a alguna…”

¿Usarlo para comunicarse…?

¿Quiénes eran nosotros?

Introducción a la Maldición

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-Te lo digo ahora porque ya no importa si me creés o no. Estoy acá en este asilo, me voy a morir pronto, y no me duele que me crean asesino o loco. Pronto me voy a ir, pero no puedo dejar que mi propio nieto siga en el mundo sin saber lo que le espera...

José calculó cada palabra que pensaba decir. Nunca había sido un hombre emocional; muy por el contrario, era analítico hasta los huesos. De manera que los argumentos que su abuelo le había dado eran contradictorios. Por un lado, una relación lógica, creíble y verificable de tragedias familiares. Por el otro lado, voces en un sueño.

-Abuelo, lo del primo fue un accidente...

-No importa si es un accidente o no, ¿entendés? Él iba manejando, y el único que murió fue su viejo... ¿no entendés? Aunque no lo hiciera a propósito, él lo mató. Es la maldición.

El hombre estaba llorando, y José se acercó más para calmarlo. Había tenido un infarto unos meses atrás, y había vuelto de milagro.

-Toda mi vida... toda mi vida escondí lo que pasó ese día. La familia lo tapó todo, y la policía también, porque teníamos amistades...

-Abuelo, esto no te hace bien...

-Lo que no hace bien es guardar esos secretos, m’ijo, eso es lo que hace mal. Yo maté a mi hermano, ¿entendés? Mi hermano, el caradura, el vividor... mi viejo y yo laburábamos como negros y él con su gran vida, el muy vago... de mina en mina, de fiesta en fiesta, nunca trabajó. Yo cada día lo odiaba más, imaginate... Mi viejo lo quería encarrilar, decía que había que tenerle paciencia. Pero no, cada vez andaba peor, con cada yunta que mamma mía... Y un día tuvieron una discusión terrible. Lo vi que el muy guacho buscaba la escopeta... no lo pude parar. Lo mató al viejo. Todavía me acuerdo... y después me quiso matar a mí, pero no, yo ya estaba prevenido... Fui y le tiré un puntazo con un cuchillo de la cocina, y ni llegó a tirar de nuevo.

José quedó hecho de piedra. Toda su vida, aquel incidente tan trágico de su familia había sido callado, silenciado y borrado sistemáticamente. Era un tabú gigantesco, algo que hacía que las abuelas le pegaran a los nietitos que preguntaban demasiado. Ni él ni sus primos preguntaron de nuevo.

-Fue un horror... pero fue la maldición también. El hijo mata al padre... Siempre. Yo zafé, pero la ligó Estelita, mi pobre Estelita... Siempre me decía mi viejo que yo tenía más suerte que Dios...

El abuelo se calló un buen rato, y José lo calmó como pudo. Realmente eran muchas coincidencias. El abuelo fue policía y una de sus hijas, jugando con un arma, casi lo había matado. La bala rebotó y por una casualidad mató a su abuela. La pobre abuela... y la pobre tía Romina, que se había suicidado, de más grande, sin poder superar todo el drama.

Y la familia, otra vez, tapando todo.

-Mi abuelo vino de Valencia, ¿sabés? Vino y se trajo la maldición. Eso me dijo la voz. Y es verdad, porque toda la familia a partir de él sufrió esta desgracia. No sé como carajo se la agarró, o quien se la pasó a él. No sé. Hay que hacer algo.

-Pero, ¿qué? Abuelo, la verdad, no sé qué decirte...

-Tenés que buscar al resto de la familia, José. A todos les va a terminar pasando lo mismo. Mirá a tu primo. De chico o de grande, el hijo mata al padre... Es así... no importa si es un accidente o un asesinato... el hijo mata al padre...

El abuelo se enredó repitiendo lo mismo una y otra vez, y ya no le pudo sacar otra palabra.



Manuel, pintor. Artista a pesar de las protestas de su madre, que quería que fuera contador. Flavia, su hermana, había recibido de esa misma mujer la instrucción irrevocable de dedicarse a los números. Un poco más maleable, ella había aceptado. Eso sí, luego también se había revelado y huido del nido materno.

Los dos miraron a José sin mucho ánimo. Pero no por dudar de él. Eso fue lo que lo espantó. No tuvo que convencerlos; ellos le creían.

-Yo... no lo podía entender. Nunca había soñado así en mi vida, José. Y viste que tengo memoria fotográfica... Mirá, todos estos cuadros los pinté recordando ese sueño. Me habló una mujer, muy linda. Ahí está. Y el otro día vino mi abuela y me dijo “cómo la pintaste de linda a la tía Alberta...”. Pero yo no conocía a esa mujer. Me hice el tonto y pedí fotos, porque no lo podía creer. Y era ella.
Manuel y Flavia eran primos de José, por parte del segundo hermano de su abuelo, que no había participado de aquella tragedia familiar por estar peleando de voluntario en la Guerra Civil Española.

La joven estaba muy callada.

Manuel explicó.

-Yo insistí en el tema, y averigüé la historia. Me costó tiempo porque vi que era algo difícil de contar, y mi abuela no está muy joven que digamos, ¿viste? Revisé el asunto con otras fuentes, también. Resulta que la tía Alberta, que era tía de mi abuela, fue la que se casó última. Todo muy bien, decían que era la más linda de las tres hermanas, y ellas estaban de acuerdo. Quedó embarazada, pero murió en el parto. Tuvo una nena, y la crió el padre, que después se volvió a casar. Por ese lado también tenemos familia.

Flavia seguía sin decir nada.

-Ella empezó a tener pesadillas, y yo seguí soñando con la tía Alberta. La pobre quería ser pintora como yo, pero en esa época... bueno, se entiende. Vos nos contaste lo tuyo, pero nosotros averiguamos algo más. No es solamente el hijo el que mata al padre... las hijas matan a las madres. En toda generación de la familia hay, por lo menos, un asesinato, un accidente, algo... algo muy feo.

Flavia empezó a llorar.

José, analítico, concluyó:

-Entonces zafamos. Con lo de Pedro...

-No. Ese es el tema. Dije “por lo menos”. La tía Alberta me tiró muchas pistas, y entre los dos las fuimos armando.

José se quedó, nuevamente, de piedra. Su padre había muerto por una enfermedad, nada achacable a un tercero. Él era hijo único.

Entonces pensó en Flavia, que estaba tratando de hablar mientras lloraba.

-¡¿Y si mato a mamá?! ¡No, no puede ser! ¡Yo no puedo vivir así!

Nada estaba escrito. Todo era incierto. Le podía tocar a cualquiera. Hoy, mañana, pasado... Pobre Flavia. Manuel estaba a salvo, porque su padre era de otra familia. Pero aunque fuera así, uno nunca estaba seguro... no del todo.



Gimena estaba esperándolo con la comida hecha, como siempre. Pero había algo raro. Sonreía demasiado.

La interrogó, cansado, y se dio cuenta de que ella esperaba más entusiasmo de su parte. Finalmente, sin anestesia, le dijo aquellas palabras tan felices... tan funestas...

-Mi amor, estoy embarazada...



A partir de ahora comienzo a serializar este relato que forma la espina dorsal del juego, como ejemplo de lo que narrativamente quiero crear, y de las posibilidades que quiero darle a los jugadores. Más Maldición de sangre, mes a mes.